No me refiero claramente a la comida en si. No hay placer que me pudiese llevar directo al infierno como lo va a hacer la comida. No disfruto tanto el cocinar, pero por una limitación personal. Aunque admito que cuando hay antojo y elementos lo disfruto casi como un buen posteo de blog (ay que locuaz).
Hay profesiones y oficios que no es que no me gustan. Las detesto, las odio, las aborresco.
Curiosamente (o desde un nivel psicológico quizá no es tan curioso) las profesiones de mi madre y mi padre son parte de esa negación. Nunca querría/podría estudiar algo relacionado con los números. SI podría pero JAMÁS me dedicaría a la gastronomía.
Promete total independencia y libertad, cuando en realidad sos esclavo absoluto: de día proveedores, de tarde clientes, casi al anochecer proveedores, noche clientes otra vez.
La comida cotidiana pierde emoción. La comida casera pasa a ser un manjar. Todos los sabores del local se mezclan y después de haber repetido el menú entero cientos de veces todo tiene el mismo sabor, dando como resultado 150 platos distintos y el hambre anulado.
La piel empieza a absorver los olores para no dejarlos ir nunca.
Comer en tu negocio es mas molesto de calzón chino: antes de cada bocado hay alguien a quien saludar, hay que levantarse a atender el teléfono o a algún cliente entre bolo alimenticio y bolo alimenticio. No hay nada que supere la irritación de una comida interrumpida.
De hecho me ha pasado millares de veces cuando era pequeña de ir a ver a mi papá mientras trabajaba (¡Pero que digo! Si cada vez que lo veía estaba trabajando... Salvo los domingos) y el salón estaba tan colmado que terminaba comiendo en el depósito entre la harina y los cajones de bebidas.
La falsedad constante que hay que mantener para con los clientes. Te tenes que poner ganchitos en la comisura de los labios para sostener una sonrisa de pelotuda que muestre simpatía y calidez. Ser buen anfitrión siempre es degastante y humillante.
Hay momentos donde tenes a 50 personas masticando al mismo tiempo, y podes ver el movimiento de la mandíbula llena de comida triturada y húmeda paseándose entre las encías, y esa es otra cosa que me quita el hambre.
No me gusta el gastrónomo en si. El ritmo de vida que exige e implica el rubro, suele llevar con mucha frecuencia a el consumo de estupefacientes que ayuden a mantener la energía. No me voy a hacer la conchudita straight edge, pero eso va de la mano con la no sana diversión: no hay un solo trabajador de estos locales (y creanme que he encuestado a varios sobre este asunto) las putas y el alcohol son moneda corriente.
La tensión de una cocina y de mantener cómodo al cliente y sobre todo en el horario donde el organismo promedio se encuentra en estado de relax, conlleva a una necesidad furiosa de despeje, y queridas señoras de gastrónomos, ustedes, son todas cornudas.
Y mas allá de eso, el comerciante tiene que tener labia, tiene que chamuyar casi por obligación.
Hablando de la tensión en la cocina, odio la tensión en la cocina.
En el salón se escuchan risas, conversaciones, brindis. El clima del salón tiene que simular y superar en calidez a un comedor familiar. Pero hay una puerta que al cruzarla un calor agobiante, una combinación de olores se vuelve fétida, y hay desde 5 tipos con cuchillos y grasa pegada gritando, cortando, golpeando, puteando, exigiendo y reprochando cosas.
La cocina es un trailer del infierno.
Lo bueno es que luego de la batalla esa tensión con los compañeros queda de lado y vuelvena ser ellos mismos, pero no siendo cocinera los miro con bronca y miedo, porque me parecen bipolares todos, y no se cuando me van a meter el meñique en la feteadora.
Los riesgos no se limitan a quemaduras de agua hirviendo los riesgos, sino de aceite caliente, bandejas calientes, cortaduras, raspaduras, golpes en los codos, golpes de puertas, el doloroso impacto del cambio de temperatura.
Ser gastrónomo duele.
Detesto saber que todo lo que queda en los platos no tiene chance de recicle alguno y terminan toneladas y toneladas de comida en perfecto estado en la calle.
El gastrónomo se transforma en workaholic. Lo primero y principal es su mugroso negocio... no hay nada más importante que la comida... la prioridad son los clientes... EN TODOS LOS FUCKING ASPECTOS DE SU FUCKING VIDA.
Y cuando mi novio me dice "voy a ponerme un bar", ni te cuento la revolución de malos recuerdos, malas experiencias y bilis que empiezan a recorrerme atravez del cuerpo llegandome al aura.
No. Por que si yo cedo en esta, la próxima te pones una granja de arañas. No puedo simplemente no puedo aceptar algo que tan a flor de piel rechazo.
Siento odio. Mas que nunca.
Vayanse a la mierda todos los que alguna vez expresaron envidia por tener un restaurant. No saben lo que dicen NO SABEN LO QUE DICEN.
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